¿Nada que ver?

Cruel en el cartel,
la propaganda manda cruel en el cartel.

“Afiches” (Atilio Stampone – Homero Expósito)

I. Que no se ven

La metáfora de la visión es tal vez la más productiva de la cultura occidental. “Ver” y “no ver” son  categorías con las cuales construimos gran parte del sentido que le damos al mundo. Nuestra tradición así lo hizo y nosotros, lo sepamos o no, construimos con los materiales de ese legado. Si damos un vistazo a algunos “grandes momentos” de esa historia, lo primero que salta a la vista es el protagonismo de “lo que no se ve”.

1.        

Para empezar por el principio, Homero, la figura que reúne la tradición mitológica y literaria que está a la base de nuestra cultura, era representado como el poeta ciego.[1] No es poca cosa: el gran fundador de la cultura occidental es alguien que no ve. O mejor, para hacer lo que hace, no necesita la vista. Podemos encontrar una figura similar en la poesía trágica, una de las más potentes creaciones sobre la cual se han construido varias camadas de relecturas y reapropiaciones para pensar al hombre y su lugar en el mundo. Quizás el Edipo rey, de Sófocles, sea el ejemplo más claro de ello. A tal punto es así que algunas lecturas contemporáneas del mito trágico afirman que Edipo representa la figura del hombre moderno:[2]  desprovisto de cualquier iniciación religiosa en los misterios del mundo y con la única arma de su intelecto, con el cual vence a la Esfinge, Edipo cree que está en la cima, se siente casi un dios. Lo que no ve es que, en verdad, está en el peor de los mundos posibles y es algo parecido a un monstruo. Había matado a su padre y se había casado con su madre. El que sí ve y le trae las malas noticias es Tiresias que, por supuesto, es ciego. Para concluir, cuando comprende su condición desgraciada, Edipo arranca sus propios ojos. Toda la tragedia es un juego complejo de luces y sombras sobre la condición del hombre: actúa a tientas, sin ver el escenario, y sin embargo esto no le quita un ápice de responsabilidad sobre su acción.       

Hasta aquí, lo que nos dicen estos tesoros que nos han dejado es que lo que no se ve “a simple vista”, sin ninguna iniciación, juega un rol crucial en el ámbito de la acción humana y que no es una buena idea olvidarnos de ello. Pero fue sin dudas Platón el que selló a fuego la metáfora. No es casualidad que la alegoría de la caverna sea tan conocida que incluso puede sonar como algo trillado.[3] Allí la visión es la metáfora para distinguir el mundo sensible (al que se accede por los sentidos) y el mundo suprasensible. El que no accede al fundamento no-sensible de lo sensible vive entre sombras, actúa sin saber. En resumen: no sabe lo que hace. Lo que nos queda (a los pocos que estén a la altura) para no resignarnos a la miseria trágica de las sombras es rectificar la vista. Es decir, girar la mirada hacia lo que no se ve.

2.        

Otra gran fuente de sentido que tenemos es el pensamiento cristiano. Dentro de esas coordenadas, lo suprasensible no es el ámbito de las esencias al que accede el sabio pagano. Es la voluntad divina creadora, inaccesible para la creatura. El místico puede unirse a ella momentáneamente en un movimiento ascendente de su alma, pero hay una cisión insalvable entre lo sensible finito (todo lo que hay en el mundo) y lo suprasensible infinito. Por eso, quien piensa que puede mirarlo todo, que nada ha de escaparse a su ansia de mirar, actúa como el ingenioso Prometeo que quiere “birlarles” el fuego a los dioses.[4] Según el punto de vista cristiano-agustiniano, este Prometeo se abandona en verdad al deseo de mirar, se entrega a la concupiscencia de los ojos (concupiscentia oculorum) y comete el error llamado curiositas. Nos hemos acostumbrado a ver en esto únicamente el oscurantismo, perdiéndonos quizás lo más jugoso de estos conceptos. En efecto, en ese cisma insuperable entre lo creado (inmanente, finito) y lo creador (trascendente, infinito), la tradición cristiana desplegó un sofisticadísimo pensamiento sobre el símbolo. En este sentido, en el símbolo se accede a algo que escapa a “la visión”, que escapa al ver mismo; es decir, a la capacidad representativa. En ese acceso, el hombre puede tener un contacto y una experiencia ligados a lo suprasensible. Con núcleo en el pan y el vino eucarísticos, el símbolo está en el centro de la liturgia cristiana. La vitalidad del símbolo radica en que es el “vehículo” de lo que no se ve, pero es el sentido último, ya no relativo, de lo que sí se ve.[5] Conecta, de algún modo, la comunidad invisible con la visible. Cuando lo que trasciende a la visión deja de configurar el sentido de la existencia, el símbolo languidece. Según esta línea de pensamiento, cuanto más “mundana” y centrada en lo visible es una cultura, menos capacidad tiene para crear símbolos vitales.

II. Paisajes

La etimología, que muchas veces puede ser engañosa, nos dice que paisaje viene del francés paysage, el cual a su vez proviene del bajo latín pagensis, habitante de un pagus, que en latín clásico significa aldea o comarca. Si aceptamos jugar con este sentido, podemos decir dos cosas: una, el paisaje originariamente tiene menos que ver con un “espectáculo” que alguien observa desde afuera, cuando se detiene la vida o cuando viaja lejos de su mundo cotidiano, que con el lugar propio, de donde uno verdaderamente es: el pago, como se dice por aquí. Dos, la palabra se refiere en primer lugar al hombre y, por extensión, al lugar que se configura en torno a su vida cotidiana. El pagus existe cuando el hombre construye su mundo, al vivir y atribuirle un sentido (reflexione o no sobre ese sentido).

            Sigamos esta pista por un momento. Pensar el paisaje no significa únicamente pensar en lo que se observa. La operación primordial sobre el pagus no es la contemplación. Esta viene a continuación y, por lo tanto, supone al pagus, al que bien puede luego resignificar en virtud de la contemplación. En ese sentido, el pagus no se ve, se construye concomitantemente al sentido que el hombre da al mundo en sus acciones cotidianas y frecuentes. Insistiendo en el vicio etimológico, un verbo que condensa lo que queremos decir aquí es el verbo habitar. Habitar proviene de la flexión frecuentativa de habeo, tener: no es simplemente situarse en alguna coordenada, sino tener un lugar, poseerlo de algún modo; y no es tenerlo accidentalmente en un momento determinado, sino de modo frecuente. Dando un paso más: habitar sería, según esta hipótesis, producir un sentido para un mundo a partir de una forma frecuente de estar en él.[6] Como resultado de esa operación existe un pagensis y su pagus. Los paisajes que no se ven se habitan.

            En la primera parte de este muy breve recorrido visitamos formas muy potentes de habitar/construir un mundo. En esas construcciones, gran parte del sentido que el hombre produjo para su mundo se sostenía sobre lo que no se ve: el destino, el orden eterno de las esencias, Dios. A nosotros, que dialogamos de forma problemática con ese legado, se nos presentan algunas preguntas: ¿qué sostiene nuestro pagus? ¿Hay algo a lo que le atribuyamos la dignidad de ser fuente de sentido y que aceptemos que no podremos ver? En otras palabras: ¿qué símbolos supimos conseguir? Y más: ¿hay algo que aceptemos no ver? ¿Hay algo más importante que nuestra curiosidad? A finales de los años 60, Debord señalaba que lo que organiza nuestras sociedades es el espectáculo.[7] Casi como una confirmación, hace unos meses se podía leer, en carteles de propaganda de una empresa de televisión por cable, la siguiente invitación-promesa: ¡miralo todo, miralo ya! Resta saber cómo se habita un paisaje donde nada le escapa al escenario.

Esteban Amador

Mg. en Filosofía. Se desempeña como profesor de filosofía y forma parte del Centro de Pensamiento Contemporáneo en la UNIPE. Se dedica a la edición de textos y a la formación política en Hydra
amador.est@gmail.com

Fotografía: Daniel Paroni


[1] En Entre el pasado y el futuro Hannah Arendt hace un análisis muy interesante de la figura homérica y su ceguera, vinculándola a la creación del espacio político humano como conservador de una tradición. Véase allí fundamentalmente el ensayo “El concepto de historia: antiguo y moderno”.  Referencias bibliográficas

[2] Ya a comienzos del siglo xix, Hölderlin sugería que Edipo es la tragedia moderna. Una discusión muy interesante al respecto puede encontrarse en Edipo filósofo, de Jean-Joseph Goux (Buenos Aires, Biblos, 1999).

[3] El relato alegórico se encuentra en el Libro VII de la República, 514a-521b.  Referencias bibliográficas

[4] La escena prometeica del robo del fuego es una escena eminentemente destituyente, en la cual quien roba elimina la diferencia que lo distinguía del otro y se pone “funcionalmente” en su lugar. Por eso, para los griegos Prometeo padece de locura y para los modernos es un héroe. Con respecto a esto último, la siguiente sentencia de Nietzsche es muy ilustrativa: “si hubiera dioses, ¡¿cómo soportaría yo no ser un dios?! Por consiguiente, no hay dioses” (Así habló Zarathustra, “Sobre las islas bienaventuradas”, KSA, tomo IV, p. 410).  Ciudad, Editorial

[5] La tensión entre lo inmanente y lo trascendente, que referimos aquí al cristianismo y a su simbólica, alimenta la rica tradición del misticismo. Muchos ven en los finales del siglo xviii y en el siglo xix alemán (sobre todo el movimiento Sturm und Drang y además, en general, lo que se conoce como romanticismo alemán) un desarrollo moderno de la misma problemática. La relevancia que toma la reflexión filosófica sobre la obra de arte y su sentido se entiende mejor siguiendo esa hipótesis. Por ejemplo, en 1787 Goethe afirmaba: “Estas elevadas obras de arte son a la vez la más elevada obra de la naturaleza […]. Todo lo arbitrario, lo artificial, se desmorona: allí está lo necesario, allí está Dios” (Sämtliche Werke, München, Carl Hanser Verlag, tomo 15, p. 478). No es casual, entonces, que en este contexto haya habido recurrentes y profundas discusiones respecto de la noción de símbolo. Una reflexión muy original sobre la herencia de la mística en la política del siglo xx puede encontrarse en la filosofía de Eric Voegelin.

[6] La conexión entre habitar y construir es analizada por Heidegger en una conferencia de 1951 titulada “Construir, habitar, pensar”, en la cual el filósofo alemán comienza preguntando: “1. ¿Qué es habitar?; 2. ¿En qué medida el construir pertenece al habitar?”. Una versión en español de la conferencia puede encontrarse en: Martin Heidegger, Conferencias y artículos, Barcelona, Ediciones del Serbal, 1994, pp. 127-142 (debemos esta sugerencia al libro Habitar el Estado, de Sebastián Abad y Mariana Cantarelli). Ciudad, Editorial

[7] Guy Debord, La sociedad del espectáculo, Buenos Aires, Ediciones de La Flor, 1974.


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