Autores: Ana Aymá | Hernán Lugea,

Viaje a la República de los niños: Antesis se adentró en las rarezas de la escala infantil, en un parque que es único en su especie y existe en La Plata desde 1951.

La odisea comienza subidos en el auto que nos conduce por la autopista Buenos Aires – La Plata. Cincuenta kilómetros que se esfuman en la carretera en un abrir y cerrar de ojos. Pero en esos paisajes vistos de reojo aparecen fotos impactantes surcadas de contrastes: La Boca, el Riachuelo, las fábricas, los nuevos barrios privados de zona sur, las villas al costado de la ruta custodiadas por gendarmes, los humedales llenos de lirios.

La autopista es como un túnel del tiempo que apenas te deja intuir que las cosas van cambiando y, de repente, te arroja sin más a una hermosa ciudad donde la escala ya es otra.

La Plata tiene cielo, o mejor dicho tiene más cielo que Buenos Aires. En el camino a Gonnet, las casas de barrio no superan las dos plantas, y las calles y veredas son amplias, generosas. Hay una atmósfera de pueblo y una de ciudad que se solapan. Aquí el tiempo vuelve a ser sensible porque la velocidad ya no es la de la autopista. Paramos en la panadería a preguntar si vamos bien: sí, hay que seguir por la 501, no te podés perder ¡Lo vas a ver!

Finalmente, llegamos a destino, la República de los Niños se presentaba ante nosotros con su pedregoso arco de bienvenida.

En este sitio nada es lo que parece. La primera imagen es como una postal de Disney, donde quizás faltaban los muñecos de Patoruzú y de Hijitus regalando globos y abrazos para completar el particular mundo paralelo que encontramos.

Definitivamente uno se siente extraño allí y sin lugar a dudas uno de los elementos que contribuyen a esa extrañeza es la distorsión de la escala. Lo primero que vemos son los carteles, en los viejos soportes de pie, esos clásicos de hierro pintado de verde que tienen un escudito arriba. Pero hay algo diferente, su contundencia es menor a los que pueblan las calles. ¡Claro! Es que son  más chiquitos. Pero no muy chiquitos. Apenas una reducción de los que vemos en la ciudad. No una miniatura. Eso es lo que genera un desconcierto inicial. Percibimos algo diferente, pero no es algo tan obvio. Es, precisamente, una cuestión de escala.

Las edificaciones guardan proporción con los niños y no con los adultos, al igual que los muebles, las escaleras, las puertas y ventanas, el monumento de la plaza (un mini San Martín en su mini caballo), la plaza misma con su vegetación, donde las yucas hacen las veces de palmeras, y hasta el trencito y sus estaciones.

La percepción del entorno en este parque queda supeditada a un juego entre lo grande y lo pequeño, y uno se entrega a la confusión. En cierto sentido recuerda a la romántica idea de la casita del árbol que tantos niños afortunados habrán podido disfrutar. O a las emociones de Gulliver o Alicia en sus aventuras alucinantes en las que cambian las dimensiones de todos los seres, incluso las de ellos mismos, como señal de que han ingresado a un nuevo mundo.

Aunque, por otro lado, hay cierta contradicción ya que está todo pensado en la escala de un niño de diez años de edad pero a la vez adaptado a una escala de asistencia masiva. De consumo masivo. De educación masiva. El olor de la república es el olor de las salchichas vienesas en venta en los muchos carritos que se distribuyen en los caminos del parque. El color es el de las golosinas en stock que rebalsan los estantes.

En un fin de semana de julio, en período de vacaciones escolares, por poner una fecha extrema, pueden llegar a pasar entre 60 y 70 mil personas por sus más de 50 hectáreas según nos cuentan los empleados que están en sus oficinas organizando las actividades de este día domingo en el que nosotros desembarcamos allí.

Érase una vez…

Cuenta la leyenda que fue justamente Walt Disney quien pasó por ahí en el momento de la inauguración, un 26 de noviembre de 1951, y se detuvo a inspirarse para la creación de Disneylandia. Aunque, hay que decirlo, no está en las fotos del día junto a Juan Domingo Perón, al menos en las que pueden verse en las paredes del Museo Histórico de la República que funciona en el predio, en uno de sus edificios de cuento.

En 1949, el presidente Perón ideó este lugar con un objetivo educativo basado en replicar las instituciones de la república para que los niños pudieran aprender el funcionamiento de la democracia desde adentro, participando. Levantando la mano en una banca en la Legislatura, o actuando como juez, secretario o acusado en el Palacio de Justicia, o ensayando roles ejecutivos en la Casa de Gobierno.  Así, durante la dictadura de 1976, las fuerzas armadas golpistas le cambiaron el nombre, en pos de suprimir la libertad y sus símbolos en todo el territorio nacional, inclusive –y por supuesto– en los  espacios lúdicos. Se anuló el concepto de “república”, y aún hoy hay quien se refiere al lugar como el País de los Niños, el modo de llamarlo que tuvieron los militares que, además, cerraron las instituciones del Gobierno de los niños y las convirtieron en simples oficinas, cuyo sentido originario se recuperó con el retorno de la democracia en Argentina.

En la República hay también un banco de caudales infantil, una capilla, un edificio del Ejército y uno de la Marina. Todo estaba terminado dos años después de que los arquitectos Lima, Cuenca y Gallo dibujaran los primeros croquis, tras un trabajo continuo y febril de los constructores y de los 1.600 obreros que pusieron ladrillo sobre ladrillo. Y así como quedó podemos verlo hoy. El tiempo presente agregó al parque una sala de la AFIP para la educación tributaria, en la que se enseña a los futuros contribuyentes cómo funciona el sistema impositivo. Y el paso del tiempo se llevó unas pequeñas réplicas de los colectivos de línea urbanos, que quedaron retratadas en el archivo fotográfico para el asombro de los espectadores y  la satisfacción de quienes llegaron a conocerlos.

Cuando encaramos la caminata y nos alejamos del Centro Cívico nos encontramos, además, una granja, un centro de educación vial, una canchita de básquet. Un lago, un puerto y una aduana. Hasta un maravilloso cerezo en flor. Y hacia el otro lado, el Museo Internacional del Muñeco, dentro del Palacio de Cultura inspirado en la arquitectura del Taj Mahal.

Durante la semana se realizan talleres para escuelas, sobre convivencia, ciencias, formación democrática y derechos humanos en todos estos edificios de la cosa pública que parecen salidos de un libro de los hermanos Grimm. A cada paso hay un escaloncito, una puertita, una farolita que nos recuerda que estamos en el mundo niño. Hay estilos medievales de corte europeo, con almenas y torrecillas. Hay arcos góticos. Hay tejados normandos. Hay también cúpulas orientales. Y hay niños y niñas entrando a una sala tras otra, observando, comparando sus alturas con los respaldos de las sillas y los marcos de las ventanas, probándose en un mundo a su medida y simulando ser funcionarios por un rato.

Sin perdices

Y en el medio de eso que fuera antaño un campo de golf para aristócratas ingleses, en el enorme terreno en el que habita este pequeño gran mundo institucional, está lo otro. El mercado del entretenimiento. Un parque de diversiones en el que un muestrario de los más tradicionales juegos mecánicos pone a competir el volumen de sus bandas de sonido para atraer a los visitantes y lograr llenar sus asientos. En el año 2012 fue discutido en la Legislatura de la ciudad de La Plata el proyecto para el armado de un gran parque de diversiones, con características similares a las del Parque de la Costa, y si bien hubo mucho impulso de los vecinos para frenar esa empresa, aludiendo al valor cultural de la República, lo que podemos ver hoy, al final, es a los autitos chocadores y al tren fantasma, a las calesitas y al barco pirata, recibiendo filas de familias enteras. Máquinas frenéticas que venden frenesí, sacudones que arrancan gritos, la adrenalina de entregarse a surcar el aire cuando alguien baja la palanca. Vértigo y coraje por unos minutos y fin de la historia.

No es un final de cuento. No hay perdices. Pero tal vez sí se puede decir que hay quienes fueron felices.

El regreso a casa no fue por autopista. Nos aventuramos al viejo camino del Centenario cruzando por los barrios lentamente. Apreciando otra escala, la monstruosa escala metropolitana. Sorprendidos por una realidad que es difícil imaginar para quienes nos movemos habitualmente por el centro de Buenos Aires. Un interminable repertorio de barriadas humildes, grandes galpones, fábricas abandonadas –o aparentemente al menos– y, paradójicamente, insertos en una lógica de crecimiento a gran escala. El crecimiento de los cordones que rodean ese carozo que es la ciudad capital y en torno al cual  se va agrupando cada vez más vida.

Ana Aymá | Hernán Lugea

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