Hernán Lugea

“Las ventanas revelan lo que hay dentro de los edificios. Sólo que revelan no es la palabra correcta, pues sugiere que antes de la revelación había un secreto. Las ventanas presentan la vida o las vidas de sus edificios. Presentan sus interiores de una forma que muestra que nunca fueron interiores. Nada tiene interiores. Todo es exterioridad. En este sentido, la ciudad entera es como un animal sin vísceras.”

John Berger, Mirar[1]

Se suele decir que el paisaje urbano, como cualquier otro paisaje, está modelado por una multitud de procesos que actúan en simultáneo y de manera compleja. Resulta interesante hacer el ejercicio de detenerse y mirar nuestros entornos cotidianos, intentando relacionar las singularidades y los detalles con dichos procesos. A veces se presentan evidentes, a veces no tanto.

En ese ejercicio constante de agudizar la mirada, de expandirla, de hacerla más profunda, podemos comenzar por cuestiones más o menos elementales como, por ejemplo, observar el desgaste de los escalones del subte, por donde transitan a diario miles de personas; o el ennegrecimiento de las fachadas a causa de depósito de smog. O bien el brillo lustroso de algunos pasamanos situados en el transporte público; o los chicles negros, aplastados y cuasi petrificados en las veredas, justo en las entradas de los cines y teatros, y así seguir con una infinidad de observaciones más que podemos registrar en nuestras bitácoras de ciudadanos curiosos. Desde un enfoque oriental, según las argumentaciones de Junichiro Tanizaqui, en su libro El elogio de la sombra, el desgaste y el envejecimiento de las cosas tienen un valor en sí mismo, una belleza.

Adoquines y trazado del tranvía en Humberto1. Fotografía de Alicia Segal.

Sin embargo, ocurre que los procesos eventualmente se detienen y sus impactos dejan de acumularse. El concepto de relicto, en sus acepciones provenientes de la ciencia geológica, tiene que ver justamente con la idea de formaciones nacidas de procesos que se detuvieron hace muchísimo tiempo atrás, o bien de núcleos de una materia que no sufrió su metamorfosis en el interior de las rocas. En escalas temporales lógicas de los procesos urbanos, podemos también registrar “formaciones” urbanas, que son fruto de procesos finalizados o interrumpidos en otras épocas. Así como también encontramos “burbujas”, que se mantuvieron indiferentes a las transformaciones urbanas de la matriz que las rodean. Podemos hablar de relictos urbanos.

En muchos casos, esto último resulta claro si analizamos los cascos históricos de las ciudades. Particularmente en las ciudades europeas, ya que incluso la trama es notoriamente diferente, no solo las fachadas con estilos arquitectónicos de otras épocas. Cosa que no ocurre en las ciudades latinoamericanas, debido a la imposición de las Leyes de Indias, que entre otras cosas generaba una trama urbana en damero, la cual se sigue replicando indefinidamente en la mayoría de los casos.

Plano del Ensanche de Madrid 1861

En la actualidad, el código urbano es una herramienta de planificación que establece usos y densidades en cada zona urbana y está sujeto a modificaciones según la necesidad cambiante, y según las oportunidades de negocio inmobiliario que se van generando, a veces en forma intencionada, por la aparición de nuevas infraestructuras, por ejemplo. Un modelo de “hacer ciudad” que sigue en vigencia.

Una modificación en el código urbano puede implicar un proceso de densificación en barrios, o sectores urbanos, caracterizados por un tejido consolidado con casas bajas. De pronto se desata una proliferación de torres que en un comienzo son la excepción, pero rápidamente se vuelven dominantes, cual hongos después de una lluvia de verano. La metamorfosis ocasiona un boom inmobiliario que luego, paulatinamente, se desacelera, y quedan diseminadas entre el bosque edilicio, como auténticos tesoros, algunas viejas casas protegidas quizás por pertenecer a un catálogo de patrimonio arquitectónico. Ellas remiten a una identidad perdida, no digamos “robada”, sino, más tristemente, vendida.

A escala de parcela urbana podemos decir que esas casas son relictos arquitectónico-urbanísticos. Ahora bien, ¿puede suceder que a escala barrial queden pequeñas áreas de baja densidad incluidas en una matriz de alta densidad, exentas de toda transformación? O bien, ¿pueden ser los espacios verdes residuales de procesos de urbanización considerados como relictos urbanos? Esto último nos lleva a pensar en los terrenos baldíos y en los edificios que nunca se terminaron de construir, temas que se pueden desarrollar ampliamente en cuanto a la posibilidad de usos y servicios.

Otra mirada plausible acerca de lo que en Antesis consideramos relictos urbanos devela aquellos elementos, infraestructuras o equipamientos que en otras épocas se encontraban ampliamente distribuidos en el territorio y que en la actualidad se vieron reducidos casi hasta la desaparición. No se trata solamente de elementos obsoletos, sino también de aquellos que aún siguen cumpliendo una función en el sistema urbano. Se podría conformar un catálogo al respecto, propio de cada urbe.

En la ciudad de Buenos Aires encontramos innumerable cantidad de elementos que se acomodan a esa lógica: puertas giratorias, teléfonos públicos, glorietas y calesitas de plazas, videoclubs barriales, locutorios, canchas de paddle, antenas de televisión en las terrazas hogareñas, buzones de correo público, calles adoquinadas, aljibes, el tranvía del barrio Caballito, luminarias y señaléticas de hierro fundido, y marquesinas con fileteado porteño, entre otros. Muchos de ellos, al igual que los relictos biológicos, se encuentran en vías de extinción.

Son como ventanas al pasado, pero diferentes a mirar un registro fotográfico o fílmico, es más bien vivenciar el paisaje urbano como un todo en el cual ciertos elementos nos permiten traer el pasado al presente o llevar el presente al pasado.


[1] John Berger (1998). Mirar. Buenos Aires: Ediciones De la Flor.