Una herramienta de construcción colectiva[1]
Guillermo Tella*
El paisaje urbano, examinado como herramienta de construcción social, expresa el orden territorial y las relaciones intrínsecas que lo sustentan. En esa dinámica define un nuevo estatus de lugar mediante marcas simbólicas que remiten a percepciones sensoriales, a representaciones colectivas, a construcciones subjetivas. Este tipo de intervenciones, realizadas como caracterizaciones, delimitaciones y diferenciaciones entre lugares y actores, permite reconocer discursos de segregación, de pugnas, de desigualdades.
En el paisaje urbano encontramos diferentes formas de organización asociadas a discursos: al discurso del orden, dado por el Estado a espacios y a actividades; al discurso del poder, dado por las relaciones de fuerza instaladas; al discurso de la diferenciación, dado por su propia cualidad urbana. Existe entonces una suerte de discurso urbano, legitimado socialmente, en el que el paisaje “nos habla” para expresar orden, poder y diferenciación. Y es también campo de disputa entre los diversos colectivos sociales que lo emiten. Al mismo tiempo que se disputa, el paisaje se exhibe como cambiante, como ámbito que contiene y que cualifica.
La idea de actuar sobre el paisaje da cuenta de la imprescindible articulación entre diferentes componentes –más que como repertorio de formas– como receptáculo de pautas que expresen los ideales de una sociedad respetuosa de sus recursos naturales y de su equilibrio social. Esto implica afrontar procesos de reconfiguración de territorios cada vez más fragmentados y asimétricos. La ciudad, al constituirse en un sistema absolutamente “antropizado”, convive con la ilusión del consumo ilimitado de sus recursos, motivo por el cual se requieren herramientas para abordar los complejos desafíos que significa la construcción de un hábitat inclusivo, desde el aporte integrado de distintos enfoques que, en esencia, conllevan una expectativa de cambio.
De modo que el paisaje genera nuevas relaciones entre espacio, poder e identidad. Mediante símbolos y elementos materiales se tiende a ordenar y a reconfigurar el territorio, la población, las inversiones. Deviene entonces de una construcción social y, como tal, genera enunciados. Así, en cuando enunciado, se caracteriza por ser conclusivo, delimitado y diferenciado, y su existencia misma conlleva condiciones necesarias de reproducción. La respuesta que ofrece tal enunciado termina siendo en sí misma otro enunciado a develar.
Si bien los diferentes actores pugnan por la legitimación colectiva del derecho a construir y a habitar la ciudad, sus expectativas colisionan con las prácticas de los promotores y los intereses creados en el territorio. En las propias dinámicas sociales, los grupos enfrentados se movilizan, se transforman, traspasan límites, trascienden fronteras, reconfiguran y recalifican el espacio, y generan nuevos símbolos, relaciones y entramados culturales. Emerge así la noción de paisaje como frontera de marginalidades, mediante una configuración unívoca de límites a la expansión de la pobreza; como demarcación simbólica, a través de estereotipos autopercibidos por los diferentes grupos sociales; y como trama de relaciones de poder, entablando luchas y alianzas para modelar nuevas realidades espaciales.
Una intervención dirigida a revitalizar el territorio desde el paisaje tiene capacidad para plantear integralmente nuevas formas de producción de espacios comunitarios. Las tradicionales herramientas de actuación no han logrado afrontar cuestiones tan esenciales como los procesos de segregación territorial, el hacinamiento poblacional, la degradación y contaminación ambiental, entre otras. Se avanza entonces sobre dos aspectos esenciales: que el hábitat social requiere nuevas perspectivas holísticas de pensar el territorio y que el paisaje se transforme en herramienta para construir identidad y fortalecer relaciones de vecindad.
El paisaje como trama de relaciones de poder
Los diferentes grupos sociales pugnan por establecer en el territorio relaciones de poder y lo hacen como colectivo organizado, con identidad propia. Con este enfoque, los actores cobran relevancia tejiendo relaciones y entablando luchas y alianzas. Es precisamente en tales interacciones sociales donde el paisaje urbano se produce y se reproduce. En esta línea, las barreras y los límites físicos, aunque móviles y cambiantes, proponen –mediante relaciones de poder– diferencias simbólicas entendidas como fronteras de marginalidad.
Dichas fronteras, que se concretizan a partir de las redes de poder que se tejen en el territorio, construyen límites urbanos que no se encuentran materializados pero que se destacan en la inmaterialidad de la diferenciación social. Sin embargo, existen ciertos elementos físicos que fortalecen y reproducen estos discursos y que, eventualmente, se traducen en elementos urbanos materiales. Paisajes tales como infraestructuras reapropiadas, construcciones abandonadas, carteles desactualizados, entre otros, son elementos que siguen materializando estas relaciones de poder, fragmentando la percepción colectiva del paisaje y, consecuentemente, convirtiéndolo en escenario de conflicto.
Observamos entonces la emergencia de marcas simbólicas en la ciudad, definidas por los actores sociales que la habitan y que construyen el paisaje en función de necesidades, posibilidades y perspectivas. Por su parte, el paisaje –entendido como recurso y como insumo, como proceso y como producto–, establece diferentes cualidades geográficas –físicas– y culturales –simbólicas–. De acuerdo con las propiedades atribuidas a cada zona, pueden establecerse áreas homogéneas que se tornan fuertemente simbólicas al diferenciar zonas buenas de otras malas.
Desde esta perspectiva, el paisaje representa una herramienta efectiva para interpretar las dinámicas territoriales en cuanto que lugares de articulación de componentes que reconocen territorialidades más allá de límites y aristas interjurisdiccionales. Su abordaje está fuertemente arraigado a la territorialización y visibiliza conflictos y tensiones, avanzando sobre hitos naturales en los que se asienta. La forma de intervenir componentes principales toma como insumos: la estructura urbana, la participación ciudadana, la cartografía perceptiva, las imágenes ambientales. En esta línea, los criterios en los que se sustentan son los que siguen.
a) La imagen como evocación: corresponde a imágenes mentales que refieren a espacios vívidos que definen aspectos comunes de las ciudades fuertemente influenciados por la subjetividad en la percepción del paisaje.
b) El paisaje como herramienta: la idea de paisaje cultural, como construcción teórica del paisaje que percibimos, es leída por símbolos, significados y costumbres que una sociedad construye sobre el territorio.
c) El territorio como palimpsesto: entender el territorio como palimpsesto implica adentrarse en las diferentes redes de urbanidades que se reproducen sistemáticamente para develar cualidades de la ciudad.
d) El límite como lugar absoluto: los paisajes no son inmutables, sino que yuxtaponen nuevas temporalidades y espacialidades, es decir, resultan transformados por la propia población local, como lugar autopercibido.
El paisaje urbano como frontera de marginalidades
Asociar los procesos de reproducción social en la construcción del paisaje desde mapas perceptuales permite interpretar los crecientes fenómenos que conducen hacia la fragmentación social, la acumulación diferencial y la participación inequitativa de la población en el acceso al espacio urbano. El paisaje conforma un conjunto organizado de lugares y de espacios que los actores sociales construyen en el marco de las posibilidades estructurales para desarrollar sus vidas. Para ello se toma como referencia a los actores sociales que configuran la ciudad, a las acciones emprendidas por los gobiernos locales así como a los marcos regulatorios que orientan el crecimiento de las distintas áreas. De esta manera se observa cómo las decisiones y las acciones influyen tanto en la construcción del paisaje como en su ordenamiento, su valorización y su diferenciación.
Reconocemos entonces al paisaje construido como mapa perceptual, como dispositivo sociocultural, con una producción de sentido asociada a la construcción del espacio urbano y a las relaciones sociales y culturales que allí se establecen. Tales relaciones son determinadas fundamentalmente por dos principios: el beneficio, en el plano material, y la diferenciación, en el plano simbólico. De tal modo, este dispositivo instala una capa simbólica que es sostenida e interpretada por los diferentes actores sociales. La lectura de esta producción discursiva devela que actuar sobre el territorio implica hacerlo también sobre el plano simbólico, sobre la producción de sentido, modificando de manera sustancial sus condiciones materiales.
Así, se observa cómo, para aproximarse a un horizonte deseable de ciudad desde la perspectiva del paisaje sustentable, se ha empoderado a la comunidad local con nuevas capacidades para gestionar el territorio y para liderar procesos de transformación. Los territorios de borde atraviesan agudos procesos de fragmentación territorial que acentúan los problemas de exclusión y de segregación social. Ante este marco, mediante tan aisladas como pequeñas iniciativas locales comienzan a surgir nodos urbanos de inclusión.
Frente a un crecimiento diferencial de la ciudad, es indispensable sostener, consolidar y reproducir redes de contención que fortalezcan las relaciones de vecindad, que ofrezcan nuevas oportunidades a la población y que permitan recuperar valores sociales en pugna. Allí, la ciudad manifiesta una discontinuidad del tejido edificado, una ocupación fragmentada y un fuerte proceso de polarización que tensiona la naturaleza interactiva entre relaciones sociales y estructuras espaciales.
Hablamos de un paisaje entendido como zona de frontera que demarca un adentro signado por carencias, ausencias y privaciones. Y hablamos también de un paisaje como entramado de poder que condensa relaciones y disputas entre diferentes sectores sociales, y que en esas interacciones es donde en efecto se produce y se reproduce como tal. Este proceso de cambio genera nuevas relaciones entre espacio, poder e identidad, que se expresan mediante símbolos y elementos materiales que comunican ideas y valores, y que contribuyen a ordenar y a reconfigurar el territorio, la población, las inversiones.
El paisaje como demarcación simbólica de lugar
De cara al debate actual, se establece una relación dialógica entre la reproducción de la ciudad y la reproducción de la vida que,mediante elementos de estatus, poder y diferenciación, ofrece como aporte al debate un discurso que no solo se remite a la ubicación y a la delimitación de lugares, sino que, además, desde una dimensión simbólica, ordena las relaciones de fuerza, las diferencias de lugares, las distancias sociales. El paisaje urbano así entendido articula escenarios, espacialidades y actores como aspecto nodal para hablarnos de un tríptico constituido por orden, poder y exclusividad desde donde, a la vez que describe, construye categorías y dialécticas que desde el discurso establecen diferencias en la ciudad.
Entendemos que la fragilidad del paisaje que genera promueve diferencias sociales y una distribución desigual del espacio y del acceso a bienes y servicios. En tal proceso se establecen relaciones de poder y, a la vez, de mantenimiento de las relaciones que sostienen ese poder. Y aparecen organizadas en sistemas conectados por una secuencia de símbolos que se entrecruzan y se articulan entre sí. Por lo tanto, el espacio urbano expresa las divisiones físicas y simbólicas y pone en evidencia la organización urbana y la forma de distribución de los diferentes sectores sociales en el territorio.
Desde este modelo de organización del paisaje emerge una serie de conceptos, percepciones y significados definidos socialmente, puestos en discusión con diferente intensidad, que remiten a una pugna de intereses contrapuestos, que se debaten entre lo público y lo privado, y que hacen referencia a cuestiones tales como: la autoridad, la centralidad, la legitimidad. En esta lógica, los signos se vuelven íconos y los símbolos devienen en hitos para actuar sobre la subjetividad, para marcar las diferencias, para ordenar el territorio. Dentro de esta complejidad, el paisaje urbano expresa a su vez múltiples significados que se organizan en el territorio basados en la decisión de dichos actores, donde cobran mayor relevancia: a) el Estado, arbitrando intereses e intentando establecer reglas de juego; b) los sectores populares, autogestionando y autoconstruyendo su hábitat; y c) los operadores privados, buscando espacios donde dirigir sus inversiones.
La construcción del paisaje entonces ha significado una fuerte lucha de intereses entre diversos actores que buscaban habitar esos espacios en sus realidades diferentes. En esa lucha, el paisaje se fue gestando con discursos ordenadores que transforman el territorio de acuerdo a intereses, aspiraciones y posibilidades. Así es como el Estado, si bien cumple un papel relevante al ordenar las actividades y el espacio, termina haciéndolo de modo tal que la reproducción social y económica se vea favorecida. Este es el rol que tiende a asumir en la conformación de la ciudad actual y que se presenta como facilitador del desarrollo de las inversiones.
Hablamos entonces de una peculiar articulación de fuerzas entre paisajes y actores de la ciudad que se apropian de territorios resignificados como áreas de oportunidad. En consecuencia, en el paisaje urbano aparece un discurso diferenciador que expresa la lógica sobre la que se reproduce el sistema complejo en el que nos desarrollamos. Así, el paisaje nos “habla” sobre las diferencias que coexisten en el territorio, sus luchas, sus pujas. Y en sus enunciados nos expresa también esa diferenciación mediante un orden instituido y un orden estructurado que define –sin más– un nuevo estatus urbano de lugar.
Buenos Aires, 8 de noviembre de 2020
[1] El presente trabajo sintetiza resultados alcanzados en proyectos de investigación dirigidos por el autor y acreditados en la Universidad de Buenos Aires, con sede en el Instituto Superior de Urbanismo, Ambiente y Territorio. Uno de ellos corresponde a la programación científica 2016-2019: “Paisaje urbano e interdiseño sustentable: pautas y estrategias de intervención del paisaje en áreas de borde de la ciudad”. El otro, a la programación científica 2020-2022: “Paisaje urbano en áreas de borde: una aproximación metodológica desde el interdiseño sustentable”.
* Arquitecto y doctor en Urbanismo. Completó el Programa Posdoctoral en Ciencias Sociales. Realizó estudios de posgrado en Planificación Urbano Regional. Es profesor e investigador desde 1989 en universidades nacionales, en especial, en el Instituto del Conurbano de la Universidad Nacional de General Sarmiento y en el Instituto Superior de Urbanismo de la Universidad de Buenos Aires. Es secretario académico del Programa Interinstitucional de Doctorado en Arquitectura y Urbanismo UAI-UFLO-UCU. Ha obtenido varios premios por sus investigaciones y publicó numerosos libros sobre los procesos de transformación de nuestras ciudades.
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